jueves, 26 de abril de 2012

Ad impossibilia nemo tenetur.


I

Cuatro años y un día debería haber sido tiempo suficiente; aunque a veces, ni siquiera todo el tiempo del mundo puede reparar nada. Eso es lo que creía. Mi fe en ciertas cosas llega a asustarme con frecuencia. Eso es lo que pensaba. Y con el tiempo en mi contra logré cruzar la ciudad. Ante las puertas del hotel me detuve extenuado y apunto de desfallecer. Me costaba mantener el aire dentro de los pulmones. El pecho me ardía. El pulso palpitaba en mis sienes y sentía una sequedad mortal en mi boca. Necesitaba recomponerme. En el vestíbulo del hotel ella debía estar ya esperando. Cuatro años, un día y treinta minutos tarde. Logré tragar saliva. Me estiré de la camisa. Hice crujir mis dedos. Rebusqué entre el repertorio la mejor de mis sonrisas. Pero de pronto, nada estaba claro. ¿Qué iba a decirle? ¿Con qué cara me recibiría ella? Respiré hondo. Treinta y un minutos tarde; el mundo parecía acelerarse a mi alrededor. El tiempo comenzaba a comprimirse.
-Disculpe, ¿podría decirme qué hora es? –preguntó aquella voz que parecía originarse en el fondo de un pozo. Uno de esos viejos pozos donde desaparecen niños.
Levantando la cabeza y encaré a aquel hombre sin saber que responder.
-Disculpe, ¿se encuentra usted bien? –preguntó a continuación. Mi estrés creciente resultaba obvio hasta para este desconocido. Un escalofrío recorrió toda mi espalda. Sus ojos, del mismo gris que el pelaje del lobo de Jack London, se me clavaban encima. La idea de huir y esconderme me asaltó, pero la deseché por su absurdidad.
-Sí, sólo un segundo –logré articular.
Palpándome los bolsillos busqué mi móvil. Primero a izquierda y luego a derecha. El maldito nunca aparecía a la primera. Por fin lo localicé en el bolsillo interno de la chaqueta. Sonriendo a modo de disculpa, procedí a extraerlo. Y de pronto, sentí como todo se ralentizaba a mí alrededor. Mientras, el sujeto ante mí parecía sumergido en una frágil y tensa aunque amable paciencia. El tiempo comenzaba a dilatarse.
  Deslizando la tapa dejé que se iluminase la pantalla.
-Son las siete menos veinticinco –dije.
-Disculpe, ¿podría repetirme? –preguntó aquel tipo llevándose la mano a la oreja, indicándome que no había oído. En su mirada animal me pareció percibir un destello de picardía.
Aunque nos encontrábamos relativamente cerca, avancé un par de pasos con la intención de hacerme oír; y debieron ser suficientes pues una pátina de prístina satisfacción cubrió el rostro de aquel hombre. Aún recuerdo su expresión. Un gesto de alegría ante un trabajo bien hecho.
-He dicho que son las sie…
II

Después de aquel encuentro que ahora sé, para nada fue fortuito, me fue necesario despertar dos veces.
Cuando abrí los ojos sólo puede ver la pálida luz del fluorescente hiriendo sin piedad mis debilitadas retinas. El sonido monocorde de las máquinas, como el zumbido de cientos de insectos veraniegos, me taladraba la mollera. Nunca he sido la persona más inteligente de cuantas he conocido, pero aun entre aquella confusión, supe reconocer la habitación de un hospital. A los pies de mi cama, una chica que reconocí como enfermera. A su lado, un tío serio que reconocí como portador de malas noticias. En mi cabeza pude reconstruir el peor de los escenarios posibles y sin embargo, algo me decía que todo marchaba como debía ir. Y asumí el dolor como al mejor de los amigos.
Si te duele, es que estás vivo.

III

Sobre su muñeca se desliza un carísimo reloj valorado en más de seis de mis sueldos. Tic tac ominoso. En mi pesadilla le veo arrancando flores a dentelladas. Con su sombrero italiano. Mil dientes metálicos son su boca. Se alza enfundado en su traje negro de raya diplomática. Oculta la luz como el eclipse que ha de venir. Una corbata rosa fosforescente en la oscuridad. Su maletín; su gabardina beige. Los ojos grises como lunas llenas del precámbrico.
La plaza está llena de gente deambulando, como actores en un decorado. Y él me vuelve a preguntar la hora. Como cada noche desde hace meses a mi espalda un enorme poste sostiene un enorme reloj que alterna hora y temperatura. Reloj que tiembla y tiemblo yo con él. Como cada noche desde hace seis meses la escena se repite.
-He dicho que son las sie…
De pronto, la tremenda bola de fuego intenta engullirme arrasando con todo a su paso. El calor de la titánica lengua ígnea acaricia mi cuerpo. La explosión reduce a un millón de cristales las cuatro primeras plantas del hotel y la onda expansiva me aleja para siempre de lo que hasta entonces fue mi vida. Añicos. Hierro fundido y carne a la plancha. No tengo claro a dónde me lleva. Sólo sé que es otra cosa. Y ella, ella ya no será nunca más. Olor a pelo quemado.
Es entonces cuando despierto esa segunda vez. Me revuelvo entre un grito ahogado y el sudor que lo empapa todo. Una escena que se repite en espiral para terminar en esa balsa de aceite que es la resignación. No obstante, aquella madrugada por fin pude entender algo: ¡Que me parta un rayo si aquel tipo no sabía de antemano lo que iba a ocurrir! 





IV

Las secuelas no fueron más que una leve cojera y cientos de puñados de ideas retorcidas que en total no superaban el mísero peso de un gramo. Vagabundeos y merodeos sin orden ni concierto. Renqueando por una ciudad que me ignora sutilmente. Azar en estado puro. Todo para conducir mis pasos por las veredas de lo incógnito. De aquí hacia allá.
Hasta que un día, sin buscarlo, le encontré.

V

Puntual, como manufacturado en Suiza. Siempre salía de su casa a las 06:00 a.m. Ni un segundo arriba o abajo. Incluso los domingos. Su indumentaria siempre idéntica. Cada día. Sombrero, traje, gabardina y maletín. Desde la cabina telefónica; desde la marquesina del bus; desde los soportales del otro lado de la calle; cambiaba yo; cambiaba el ángulo; sólo el punto de fuga. Arrancaba calle abajo y yo detrás. Andaba un paso y no daba un segundo sin haber calculado el tercero. A su ritmo, los semáforos tornaban al verde. Me sentía raro a la par que importante espiando a aquel tipo. Por momentos me asaltaba la imperiosa necesidad de interpelarle. Cortar ya el rollo. Pedir explicaciones. Pero no. Todas las mañanas contemplaba la misma rutina si un ápice de variación. No rutina: ritual. Era consciente de que cada detalle, por insignificante que pareciese, formaba parte de un gran todo. Llegué a tener miedo, un miedo irracional a perderme algún pormenor, cualquier cosa nueva por nimia que fuera. Esperaba algo distinto. Quizá el indicador de que todos mis días no eran la prolongación de un morboso sueño. Quizá la muerte me había sorprendido aquella tarde ante el hotel. Puede que siguiera en coma, anquilosándome irremisiblemente sobre la cama de aquel hospital.
Aquel día podía ser el día. Eran las 06:02 a.m. Pero algo me incomodó allí apostado tras el cristal de aquel cajero... llovía, hacía frío, tenía hambre. El mendigo roncaba hecho un ovillo a mis pies. Yo me bebía los restos de su vino agrio. Entre las luces difuminadas de los vehículos que circulaban ora aquí ora allá, el tipo definitivamente se había esfumado de mi campo de visión.

VI

-No tengo nada que decirte ahora, ¿entiendes? –me oía decir en ese momento cuando en realidad quería decir “quédate”.
L. miró al cielo ceniciento que nos cubría. En mi cabeza todo lo recuerdo con un aire teatral que me provoca náuseas por momentos. ¿Quería un cierre aséptico o acaso esperaba que llorase por ella? Mentiría si dijera que no lo hice, pero siempre oculto a miradas indiscretas. El orgullo suele ser ese montón de mierda que nos hace permanecer en pie. La explosión del hotel sólo hizo definitivo lo que cuatro años antes había sido sellado. C´est fini.
-Nos veremos pronto –me dijo forzando la sonrisa más artificial que jamás me hayan clavado.
Bye, bye, mon amour.

VII

 No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. El tío parecía estar improvisando. Cruzaba la calle en el último momento. Doblaba las esquinas con titubeo. Cualquiera diría que intentaba despistar a un perseguidor. Me había sorprendido y ahora, desorientado, su peculiar organigrama de sincronicidad se venía abajo. Apretando el paso había llegado a un callejón en el que me adentré para encontrarme con que aquel sujeto me esperaba. El corazón me bombeaba a toda mecha. Temí un infarto fulminante y la perdida de toda oportunidad para dilucidar la razón de ese ahí, de ese ahora.
-Solamente deseo hablar –dije con las manos por delante, más para calmarme yo que para infundirle tranquilidad a él. Tranquilidad que por otro lado él no necesitaba.
-Claro, eso es lo que siempre dices –masculló entre dientes con aire perturbadoramente socarrón.
Algo se me escapaba. Me encontraba más perdido que un bastardo en el día del padre.
-Verás –comencé –, creo que de alguna manera, tú, en aquella ocasión, salvaste mi vida, ¿no es así?
No dejaba de mirarme fijamente. Y la conversación quedó congelada. Sentí que no habría progresos. Que por mucho que le dijera, él se limitaría a asentir severamente y a mirarme como si lo hiciera desde detrás del cristal de un laboratorio.
-Sé que debería estarte agradecido, pero antes debo comprender… -estaba diciendo cuando, llevándose su afilado índice a los labios, me mandó callar.
Entre sus dedos y la palma de su mano, como por arte de magia, hizo aparecer una tarjeta de visita. Cuatro pasos le bastaron para ponerse a mi altura y entregármela. La tomé y acercándomela al rostro, pude leer sobre un fondo blanco marfil, en diminutas letras doradas, un escueto texto. Ni dirección, ni contacto, ni nada. Sólo un nombre. Al parecer, su nombre:
Señor Futuro.

VIII

Volvía a encontrase al fondo del callejón y comenzó con lo que se me antojó una burda representación kabuki. Con movimientos muy marcados, primero dejó a un lado su maletín de cuero. Pausa. Con parsimonia, se quitó aquella gabardina de detective barato. Pausa. Mientras la doblaba cuidadosamente, su rostro manifestaba un pathos casi litúrgico. Pausa. La colocó en el suelo, al lado del maletín. Pausa. Se quitó aquel sobrero italiano de gánster y lo depositó sobre la gabardina. Pausa.
Dando por finalizada la comedia, se arrancó la horrenda corbata rosa de un solo tirón abyecto. Y entonces me volvió a prestar atención, como si hasta entonces yo hubiese dejado de existir por un lapso de tiempo estipulado de antemano. De nuevo, encontrándonos ambos en la misma realidad, habló:
-Dices que deberías estarme agradecido –tronó con una voz que sonaba de repente crispada-. Pero es todo lo contrario, amigo mío, y permíteme que te llame amigo, ya que nuestra relación está a punto de volverse intima.
Yo comenzaba a sumergirme en un estado febril de total incomprensión.
-Soy yo el que te da las gracias –me espetó alzando más si cabe su cavernosa voz-. Te doy las gracias porque hoy vas a matarme.
El sudor corría por mi piel. Un temblor apenas imperceptible me sacudía. Me hallaba horrorizado. Me planteaba renunciar a mi búsqueda de respuestas. Mi paciencia se agotaba y ante aquella locura, mi primer impulso era darme media vuelta y salir de allí lo antes posible. Sin embargo continué sin poder moverme frente al esperpéntico Señor Futuro. Algo en él me afectaba hipnóticamente al igual que durante mis terrores nocturnos.
-¿Y si te dijera que no solo podría haberte salvado a ti…- me preguntaba y yo no podía responder.
-…que no sólo podría haber librado de la muerte a L., sino también a las cerca de doscientas personas de aquel hotel…
Un interruptor se apagó dentro de mi cabeza. La confusión se transformaba en ira. Aquella especie de juego, yo ya lo había perdido antes de comenzar.
-…que todos ellos murieron solo por el capricho momentáneo pero no aleatorio de que tú vivieras?

IX

Recuerdo la sangre y los golpes rítmicos de su cráneo contra el pavimento. Mis pulgares hundiéndose en sus cuencas oculares. Recuerdo a la bestia que aniquiló, que bufó, que se liberó en mi interior. El sonido del hueso al fracturarse. Tal era la perdida de instintos en aquel nefando ser  que ni por asomo hizo amago de defenderse. Extinción. Como un carnero sacrificial. Sin impulsos de autoconsevación. Retribución. Y luego, frío y un rictus beatico que me obligó a expulsar toda la bilis de mi estómago.
Y luego: aceptación. 

X

El Señor Futuro se veía reducido a carne cruda. Yo por mi parte, apenas podía contener la baba dentro de mi boca. La pared contra la que apoyaba mi espalda era hielo ártico. Y el latido profundo retumbaba en el callejón. Empecinado, no le prestaba la debida atención. Qué poco sabía yo de aquel latido. Qué poco me importaba. ¡Necio!
Los minutos se desplazaban por el tiempo como reos próximos al cadalso. La locura comenzaba a abandonarme y eso me disgustaba. Era miedo lo que sentía. Reacio a enfrentarme a lo sucedido, planeaba quedarme allí hasta que alguien encontrara el estropicio. Pero no fue así.
El latido, tan persistente, casi era un ladrido. Parpadeé a su ritmo. Y comencé a buscar su origen con la mirada. ¿Podía ser? Procedía del maletín de cuero, que hasta parecía vibrar entre sístole y diástole. A gatas lo alcance. Abrazándolo contra mi pecho, retrocedí hasta un rincón. Y lo abrí bruscamente y sin ceremonias.

XI

No puedo describir su forma. Ni mucho menos elucubrar sobre cómo funciona. Entre mis manos sujeto un artefacto de alcance cósmico a través del cual el tiempo se despliega.
Contemplo todos los futuros posibles. Un infinito abanico de cambios y posibilidades. Pero lejos de sentirme desbordado, siento como el artefacto se amolda a mis capacidades. Siento que puedo surfear entre líneas temporales dispuestas como las cuerdas de un caótico piano inconmensurable. Y con atención encuentro dos cuerdas con un brillo peculiar. Se entrelazan en un momento dado y a medida que una pierde intensidad, la otra decrece, titila y desaparece. Reconozco la primera como mía y la segunda como la del cadáver que a mi lado se enfría. Por el rabillo me pierdo el nacimiento de una nueva cuerda que brilla con rabiosa intensidad.
Ahora logro entrever “El Plan”. Ahora sé que cuando se es el Señor futuro la deshumanización es algo meramente consecuente.

XII

Con sombrero, gabardina y maletín, salí de aquel oscuro callejón mientras amanecía en la ciudad. Condenado a una vida sin sorpresas, me digo que el futuro no es algo que se pueda enterrar; algo a lo que puedas renunciar; algo que se pueda matar.

lunes, 2 de abril de 2012

Fée Verte

¡Bote! ¡Doblas! ¡Extra! ¡Piu! ¡Piu! ¡Clinc! ¡Clinc! Clinc clinc clin cli…

-Hoy estoy de racha –aseguró el hombre barrigudo frotándose las manos.

Sus ojos enrojecidos se clavaban con amor sobre la máquina tragaperras. Recogiendo las monedas del cajetín, va dando cortos paseos hasta la barra donde las apila para un minucioso recuento. El premio no debía superar los cincuenta euros.

Bajo un nada desdeñable muestrario de botellas, el dueño del local pasaba una y otra vez la bayeta sobre la resplandeciente barra. En su rostro se leía el deseo de que aquel ilustre cliente se marchara a bebérselos a otro sitio.

El suelo del local estaba pegajoso, pero lejos de molestarme, me hacía sentir cómodo. Quizá fuera la exteriorización de mis lodos interiores, o tal vez una metáfora que no viene al cuento.

Noto la cerveza ligeramente aguada y me dejo envolver por el humo de la miríada de cigarrillos que me quedan por fumar. Con decepción, acepto que mi paquete está vacío.

-Ponme lo de siempre, querido –oigo decir a mi espalda y oigo como un taburete se arrastra. Su voz suena como la de un viejo cantante de rock & roll. El taburete, se arrastra como el martillo percutor de una Glock semiautomática.

A mi lado se aposta el personaje más curioso de la noche. Creo que se ha dejado la dentadura postiza en casa. El camarero le sirve en un fino y delicado vasito y deja a mano la botella de la Bleue. El licor azul ejerce tracción sobre mi mirada, pero consigo desviarla hacia el rostro más atestado de arrugas que he tenido el beneplácito de contemplar en mi jodida vida.

-Una noche preciosa para beber solo, ¿verdad? –comenta mientras se enciende un Malboro. Yo me dispongo a contestar con el primer tópico que se me pasa por la cabeza, pero ella es más rápida y prosigue: -Pero nunca es aconsejable beber solo, Judas –y me bautiza como Judas durante esa noche–. No es bueno, el Señor lo sabe. Corremos el peligro de perder el camino de vuelta casa.

Intento abrir la boca para corregirla y decirle que no me llamo Judas, pero se me vuelve a adelantar y se presenta como: -Llámame Sor Carmelita, nada más –y siento que la hermana Carmelita ya era vieja cuando Matusalén alcanzó la pubertad.

Presiento que bajo el parche negro que cubre su ojo izquierdo sólo hay una cuenca fea, oscura y vacía.

-¿Puedo? –pregunto sacando un cigarrillo de su cajetilla-: ¿A Dios no le molesta que fume, hermana?

-Yo no le molesto a Él, y Él me deja en paz a mí –me responde desde detrás de una sonrisa que me perturba.

Uso su encendedor Zippo, lacado en un austero color marrón, metálico, pesado y a juego con el avellanado iris de su único ojo; y a juego con su santo escapulario.

La madrugada se disuelve entre el humo azulado para hacernos cómplices, en aquel lugar y en aquel momento.

-Pareces joven y distraído –murmura la hermana Carmelita mientras engulle el licor azul de un solo sorbo y sin inmutarse.

Yo asiento con la cabeza, pero mantengo la boca abierta lo justo para dar otro trago a la cerveza.

-No atino a ver si eres un llorica autocompasivo o alguien a quien le ha tocado tragar mucha mierda –me espeta mientras se rellena el vaso dejando mediada la botella.

-Quizá sólo sea alguien que se esconde y quiere beber tranquilo hasta que amanezca –le sugiero diplomáticamente.

-Déjame adivinar, ¿huyes de una mujer, o de su ausencia? –me pregunta enseñándome sus callosas encías con picardía.

-¿La experiencia es un grado? –aventuro apurando la última espuma.

-Una no nace con el hábito, muchacho, y aun con él, una se ha visto mucho mundo –me replica sin dejar de sonreír ni un solo instante.

Levanto la mano para llamar la atención del camarero con la intención de que me sirva una jarra más. Ella se me adelanta.

-Manuel, haz el favor, ponle al joven un tiento de la verde, que va de mi cuenta –pide la hermana Carmelita.

El tal Manuel, con la bayeta sobre el hombro y una ceja apuntando al techo con sorpresa, asiente y captura una botella, verde y resplandeciente –hiperestilizada– de una de las baldas que acechan a su espalda. Sin prisa, pero sin pausa, enjuaga un vaso, los seca, se desliza y coloca el brebaje ante mí.

Yo robo otro cigarrillo y me percato de que la hermana Carmelita ha saltado de su taburete. Me rodea por detrás con paso decidido y enfila barra adelante.

El hombre barrigudo se peina el bigote al ver como se le aproxima la religiosa mientras con la otra mano sostiene su cuarta copa de brandy Soberano.

No creo que se pudiera mantener firme aunque le atornillasen los pies al suelo.

Cuando la hermana Carmelita llega a su altura, derriba las torres de monedas apiladas de un manotazo y se planta ante el hombre con brusquedad, antes siquiera de que tenga tiempo para protestar. Desde mi ángulo sólo tengo una visión parcial de la escena. La hermana Carmelita se pone casi de puntillas para susurrarle algo con las mandíbulas tensas bajo la capa de arrugas que cubre sus mejillas. El hombre, tieso como un palo, palidece súbitamente. No llego a verlo con claridad, pero me da la sensación de que lo tiene agarrado por los cojones. Literalmente.

El hombre asiente varias veces con su cabeza floja y bobalicona. Deja a un lado su copa de brandy y recoge la mayor parte de su botín, llenándose los bolsillos a puñados. Acto seguido, sale del local como alma que lleva el diablo.

Se ha meado en los pantalones. Eso es un hecho.

Sin mirarme a la cara al pasar, sin despedirse del camarero, sin replicar a la hermana Carmelita, desaparece con viento fresco.

Mi nueva amiga recompone la sonrisa y entra en el baño. Entre tanto, Manuel apaga las luces del local dejando sólo prendidas las de detrás de la barra. Con paso cansado va hacia la puerta. Mira al exterior con imperturbable indiferencia y corre el pestillo. De vuelta en su trinchera, enciende el equipo de música y se pone a liar marihuana. Reconozco las primeras notas del piano; me sorprendo subvocalizando las primeras líneas de la canción: –It was Christmas eve babe in the drunk tank…1-; y me digo que aún faltan casi dos meses para Navidad.

Cuando veo asomar el escapulario desde los aseos, no puedo reprimir alzar la voz:

-¡Hermana Carmelita, eres sin duda la monja más extraña que he conocido en mi vida! –dicho lo cual, me envalentono y vacío mi vaso de veneno de un solo empujón.

Primero me pongo rojo y después blanco marfil. Es asco se adueña de todo mi cuerpo y me hace toser.

La hermana Carmelita me vuelve a rodear de camino a su taburete y me palmea la espalda con tacto de abuela.

-Amigo Judas, yo seré extraña, pero tú eres el macho de tu edad más flojo que he conocido –consigue decir entre carcajadas.

-¡Esto sabe a lejía destilada! –logro exclamar.

Tardo un par de minutos en recomponerme. Miro la hora en la pantalla de mi teléfono móvil. Son las cuatro de la madrugada, minuto arriba, minuto abajo.

-Dentro de siete horas, la mujer de la que he estado enamorado toda mi vida, se casa, con otro, obviamente –declaro.

-Ahhhh, ósea, que la tuya es una historia de dolor y perdida –asevera la hermana Carmelita.

-Es que se trata de la única chica del que he estado enamorado realmente –digo intentando ser sincero.

-¡Qué conmovedor! El oscuro y profundo fondo del alma humana. Déjame adivinar, ¿jamás se lo confesaste, no es así? –y empiezo a sentir calor en las sienes. Acaso soy un libro abierto para ella…

Asiento con la cabeza y dejo arrastrarse al tiempo.

-¿Qué le dijiste a ese hombre? –pregunto, como despejándome de un pesado sopor.

-Le dije: “Eh tú, gordo putero, no crees que va siendo hora de que vuelvas a casa con tu mujer y tus hijos… a menos que quieras acabar con tu culo en el infierno, te aseguro que tengo contactos”, y funcionó.

-¿Y de verdad tienes contactos? –pregunto yo ingenuamente.

-¡Qué va! No se lo cuentes a nadie –me dice confidencialmente–, pero Dios está de vacaciones.

Yo sospecho que sus palabras fueron otras, pero me lo callo.

Tras cuatro tragos más de ácido verde casi podría decir que me sentía eufórico.

-Manuel, ábrenos la puerta, que nos vamos –exclama la hermana Carmelita para mi sorpresa. Ya no nos queda tabaco a ninguno de los dos.

Cuando salimos a la calle el frío golpea con rudeza en mis pómulos y siento la necesidad de dar media vuelta y refugiarme con urgencia. Sin embargo, me quedo allí plantado en medio de la calle, con la hermana Carmelita a un lado.

Dejo de contenerme y pregunto a bocajarro: -¿Cómo perdió el ojo, hermana?

Su entrecejo se frunce afirmando que el tema es algo que está lejos de ser de mi incumbencia. Pero finalmente se relaja, se humedece los labios y me cuenta: -Cuando los portugueses dejaron Angola en 1975, mi congregación nos sacó del país echando mistos –hizo una pausa breve, como buscando palabras que desechar–, y digamos que el ojo me lo dejé en el camino de vuelta a España.

La miro como si buscase en su único ojo todas las respuestas a las preguntas de este mundo.

-Contéstame tú ahora, Judas. ¿Por qué crees que la gente, hoy sólo va a las iglesias para bodas o funerales?

-No lo sé, nunca había pensado en ello… Mmmm, también están las comuniones y los bauti…

La hermana Carmelita me encañona con una Walther CP-99 Compact. 15 disparos. 4’5 milímetros. Poco más de medio kilo de peso.

-¿Tú cuales prefieres?

No siento llegar el mareo que me golpea como un rayo de oscuridad. Mi lucidez es total al punto y de pronto, alguien baja los plomos de la realidad. Llamémoslo, apagonzazo. Llámalo ausencia de gravedad.

ZELO ZELATUS SUM PRO DOMINO DEO EXERCITUUM

Me desperté entumecido sobre la hierba sin guardar recuerdo alguno de mi affair con la santísima trinidad2.

* * *

1.“Fairytale of New York” - The Pogues.

2. Illicium verum, Foeniculum vulgare y Artemisia absinthium, principales componentes de la absenta.

sábado, 17 de marzo de 2012

Sugestión unilateral para la autodestrucción.

El enorme mastín blanco de los pirineos trota por el jardín. No sé su nombre. Tras él, dos cachorros humanos, niño y niña de unos 8 y 10 años respectivamente, corretean alegremente con sus dorados cabellos agitados por la brisa. Creo que son mi prole, pero no sé sus nombres. Entre begonias, lavanda y rosales, observo la escena. Un brazo femenino enrosca al mío. Reconozco su rostro. Me reconozco reflejado en sus ojos. El tiempo no me trata mal… y tomo conciencia de que todo es apenas una posibilidad, una ensoñación.

Creo que estornudé y así, volví a la realidad.

Tragué un poco más de cerveza y constaté que nuestra conversación tornaba por extraños derroteros. No sé muy bien cómo, habíamos llegado hasta el guatemalteco Augusto Monterroso y su maldito dinosaurio.

–…y un cojón! –expresó Ramón, un tanto exaltado–. Siete palabras, ¿eh?. Pues yo tengo uno mejor, atiende: El conde gritó y rompieronle el culo.

El último cacahuete del cuenco estalló entre mis dedos. Si nos detenemos un segundo en la propuesta de Ramón, nos damos cuenta de la acción contenida en sus palabras, de todo lo que esconden, de la presencia de sórdido sexo, misterio, acción y de toda una trama de asuntos pendientes.

¡Qué le jodan al dinosaurio!, pensé. Ramón habría sido un gran literato de no ser, entre otras muchas cosas, porque su misantropía, en ocasiones exacerbada hasta el paroxismo, provocaría que la bilis le hirviese en el estómago, destruyendo todo su organismo a su paso, tan sólo con pensar en dejar un legado escrito para sus contemporáneos.

Ramón toma los vasos vacíos de encima de la mesa y se larga a la barra a por más bebida. Esta noche el bar está tranquilo. Repantigándome en la silla echo una ojeada a mí alrededor. En mi cabeza las ideas danzan como revoltosas odaliscas.

Observo a un tipo de unos veintipocos años, que con disimulo se dirige al baño. Sus dos colegas, que han ido entrando también, aún están dentro. Pienso en Schrödinger y en su gato.

Veamos. Si nadie abre la puerta de ese baño, esos jóvenes sólo serán –si logran mantener sus mandíbulas a raya– unos chavales con ganas de mear y mucha verborrea. Por el contrario, si abrimos esa puerta de sopetón, tendremos a tres cocainómanos poniéndose hasta el culo sobre una billetera. Curiosa la quántica, pues mientras nadie toque esa puerta, el gato estará vivo y estará muerto, es decir, lo uno y lo otro cohabitando en el mismo espacio-tiempo.

Paradojas aparte, mis dedos tamborilean sobre el cenicero. Reconozco la melodía que está sonando y repito entre dientes: People are strange when you´re a stranger. Yo, mismamente, podría haber sido una estrella del rock´n´roll si no fuera porque canto como el culo.

De pronto, el gato, los tipos del baño y la puerta, pasan a importarme un corno a la vela. Al otro lado del local, en una mesa arrinconada, una pareja de tórtolos charlan acaramelados. Algo en dicha escena me incomoda. La música parece subir de volumen. Sin percatarme, me he puesto tenso.

Ramón pone una pinta de cerveza ante mis narices justo en el instante, en que como poseído, me levanto tirando hacia atrás la silla. Algo que había olvidado, sale de repente a flote, arañándome la consciencia.

–¿Qué hora es? –pregunto.

–Aún no son las diez y media… creo –me responde Ramón mirándose la muñeca desnuda.

–Mierda, mierda, mierda y más mierda –me repito mientras me catapulto hacia el teléfono que hay al final de la barra.

Rebusco las monedas por todos mis bolsillos y voy introduciéndolas nerviosamente por la ranura.

–Eusebio, puedes bajar la música –le medio chillo al camarero, que se lleva una mano a la oreja, fingiendo con sorna, que no me ha oído.

–¡Cagon la puta, cabrón, que bajes el volumen! –le espeto, ya totalmente fuera de mis casillas, y con ganas de hacerme un maldito monedero con su escroto. Reconozco que no fue muy educado de mi parte, pero funcionó, giró la rosca y pude oír los tonos. Piiii, dos. Piiii, tres. Piiii cuatro.

Al otro lado, con ruido analógico de fondo me contesta una voz femenina…

–¿Diga?

–… –por un momento me quedo mudo, y los segundos apuñalan el espacio que separa mi sien del maldito reloj de Heineken™ que pende de la pared.

–Oiga, voy a colgar –dice la voz con patente impaciencia.

–Espere, ejem, lo siento, ¿está…? –y soy incapaz de pronunciar su nombre.

–Olga ya ha salido para el aeropuerto, su vuelo a Buenos Aires sale en un rato. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

Piiiiiiiiiiiii. Y cuelgo a la que una vez pudo haber sido mi suegra. De un plumazo se habían esfumado el jardín, los niños, el perro… o al menos ese jardín, esos niños, ese perro.

Arrastrando los pies, abro la puerta del bar que parece pesar mil toneladas y salgo a la calle. Más que nunca ahora, necesito aire.

¿Cuándo me convertí en acróbata? Pues en el preciso instante en que después de una concatenación de cagadas, doy una triple pirueta mortal en eso de joderla a base de bien.

En el suelo, veo una arrugada cajetilla de Lucky Strike® y le propino un ligero puntapié. Para mi sorpresa descubro que no está vacía. Con lentitud la recojo y hurgo en su interior. Dos cigarros bien torcidos y un encendedor rotulado con propaganda. A la mierda se van seis meses sin fumar.

Me siento en el bordillo de la acera, en el hueco entre dos coche que me hace las veces de cómoda madriguera, y enciendo un cigarro. La primera calada me hace sentir raro –es como eyacular hacia adentro–, pero la segunda es gloria bendita del cielo.

Me pregunto cómo se puede uno de olvidar decir “te quiero“. ¿Cómo te olvidas de decir “quédate a mi lado”?.

Me digo a mi mismo, que al menos por esta noche, aún puedo beber hasta perder el sentido.

Me digo que tal vez, por ahora no vaya a tener un perro, pero que quizá pueda comprarme un gato.

* * *

martes, 6 de marzo de 2012

Caramelización progresiva.

Bajo un cielo regular y cetrino contemplaba la carcasa del museo Guggenheim. Sin querer ser agorero, creo entrever herrumbrosas machas ocres sobre el metal. La figura asimétrica se acerca a mi barandilla y me saluda con un golpe de mentón, y yo me siento tan cansado que le respondo con un flácido gesto de mi mano de dedos rechonchos.

-Te queda poco, Jaime –me asalta con una voz que huele a vino peleón y Coca-Cola.

-Una media hora para que salga el bus –le respondo sin discernir que sus palabras formulaban una afirmación y no una pregunta.

-Tu vida se oxida. Aprovéchala o te arrepentirás –me suelta con bríos de perorata mañanera.

-Perdona amigo –le digo mientras me doy la vuelta para alejarme–, se me hace tarde.

Y atrás dejo a mi Caronte particular de domingo por la mañana o Shinigami ataviado con negra sudadera a.d.i.d.a.s, si se prefiere.

Ya de vuelta en casa, esa misma noche, me regalé una ducha de quince minutos. El agua muy caliente, por lo general, tiende a ablandarme las chichas y no suele agradarme el tacto de la toalla que irremediablemente me resulta áspero, tosco y dañino. Sin lugar a dudas, aquello se salía de madre, pues el paño se me adhería de forma molesta e inusual. Lejos de indagar, me pareció algo rutinario visto a través de un manto de cansancio. Con un esfuerzo homérico, logré secarme y enroscarme en la cama.

A la mañana siguiente las sabanas amanecieron pringadas de un limo dorado y yo con ellas. Lamiéndome las manos pensé: ¡Jódete mamá, jodeos [inserte aquí lista de ex-novias predilecta], no necesito que nadie me trate con dulzura! Antes de dejar el colchón intenté por enésima vez alcanzar con mis labios las partes pudendas de mi anatomía. No lo conseguí. Lástima que los caramelos más dulces siempre se encuentran en la repisa más inaccesible.

Más tarde, en la cocina, mientras hacía naufragar mi dedo índice en la taza de café, me vi acosado por una pareja de molestas moscas empecinadas en copular sobre mi cuero cabelludo. ¡Inevitables golosas!, que diría Machado, Antonio. No podía yo imaginar que el par de dípteros me sobrevivirían.

Al salir a la calle, no pude evitar maldecir al sol por reírse de mí desde lo alto. Mi nueva azucarada condición que me alegraba al día entraba en problemático contraste con la temperatura exterior. Si 27º en octubre al lado del Cantábrico no es culpa de calentamiento global, yo en mi próxima reencarnación soy el Dalái Lama.

Pronto me sobró la chaqueta y hasta los malditos pantalones.

Doblé tres y hasta cuatro esquinas para llegar a las oficinas del INEM. Ergo, desempleado soy.

Mis extremidades que poco a poco iban adquiriendo una consistencia chiclosa me complicaron la tarea de empujar la puerta, de subir las escaleras, de sacar número.

Un guardia de seguridad me salió al paso.

-Hombre, por favor, ¿dónde ha dejado los pantalones?, como viene aquí en calzoncillos y camiseta interior.

Y yo por no discutir me arranqué el meñique y se lo tendí, y tan guapamente que se fue chupa que te chupa pasillo adelante.

Ya en la cola, esperando para ser procesado mecánicamente por el avinagrado funcionario de turno, me despojé de la camiseta de tirantes y hasta de los calzones.

La cola avanzaba lentamente.

Justo delante de mí tenía a una morena de culo respingón que giró su cabeza de maniquí con curiosidad para mirarme de arriba a bajo entre los murmullos de toda la oficina. No, no tenía una erección, no. Tenía yo una culebra de flácida gelatina entre las piernas. Su escrutinio no duró mucho y cuando desvié mi mirada del techo, me golpeó una revelación de esas que sólo le llegan a uno cuando el fin está a menos de dos telediarios sin deportes.

Siempre he sido una persona humilde. Con escasas creencias, pero estás rígidas y constantes, como por ejemplo, la certeza de que nuestros ojos se encuentran en la cara por una razón. A saber que esta es la voluntad de ver como nuestros horizontes se acercan a medida que avanzamos hacia ellos. Relamiéndome los labios para degustarme por última vez, concreté que si mis ojos sobresalían en mi rostro, no eran por otro motivo, que el de permitirme ver las espaldas de los pobres infelices que como yo malgastaban sus miserables vidas haciendo colas durante gran parte sus miserables vidas.

Cuando el letrerito rojo se iluminó con mi número quedaba ante la mesa del funcionario una charquito de azúcar, agua y glucosa, con una tarjeta de fechas y el nombre de Jaime Pascual, tipografiados en anodinas letras grises.

-¡Siguiente! –exclamó despreocupado el funcionario.

-Te queda poco, Agustín.

-Nada, diez minutos y salgo a fumar un cigarrito.

* * *

domingo, 26 de febrero de 2012

Nessarose.

La cabeza me vibra contra el cristal. El ronroneo del motor me mantiene atrapado en una sudorosa e incomoda duermevela. Pongámosle banda sonora a este viaje. El Capitán Beefheart comienza con “When Big Joan sets up” a trescientos veinte kilobytes por segundo mientras repaso mentalmente los mil y un motivos por los que mi vida se ha transformado, de la noche a la mañana, en una rotunda y gargantuesca mierda.
Sofía me ha dicho que necesita “pensar” sobre lo nuestro -y todos sabemos lo que eso significa-; mi gato se ha tirado por lo ventana del patio interior -desde un quinto piso-; el bastardo de mi jefe planeaba dejarme sin vacaciones cuando me vi obligado a mearme en su café -por lo que ahora encuentro las mañanas algo desocupadas-; mis vecinos me han denunciado a la protectora de animales -por lo del gato, quiero creer-… Ahhh, y se me olvidaba, un tío-abuelo nosémuybienporpartedequién ha tenido la maldita ocurrencia de morirse, dejándome en herencia su gran caserón indiano, viejo que te cagas.
Me bajé del autobús poco antes del anochecer, somnoliento, y arrastré mis pies por las aceras hasta llegar al puerto. Luarca, este pequeño pueblo pesquero, con sus barcos de pesca, sus pescadores, su pescado, sus movidas de pesca… siempre sacaba de mi cierto espíritu lovecraftiano, y nada tiene que ver con ello aquella vez que me ligué a una chica con cara de sardina en las fiestas de San Timoteo. Seguramente sea debido a que mi adolescencia puede resumirse en tres sencillos puntos, a saber:
1º la masturbación, 2º los porros, y 3º “Los Mitos de Cthulhu”.
Ni la brisa del mar me soplaba a la cara. Negros nubarrones de verano se apiñaban sobre el pueblo y los pelos de la nuca se me pusieron como escarpias. Olía a tormenta.
Enfilé una estrecha calleja y comencé a ascender por un serpenteante camino. Las casas se apilaban por la ladera de manera caprichosa, casi escheriana. Las ventanas llenas de geranios, las fachadas pintadas de blanco, las puertas cerradas a mi paso. El puerto cada vez se encogía más y más, hasta volverse motas de luz bajo un crepúsculo de auténtico mal rollo.
Cuando coroné el último repecho, mis pulmones abiertos vibraban como la vejiga de una gaita, así que me encendí un cigarro para mitigar la excitación. Según las instrucciones del abogado, había llegado. Con calma, fui rodeando el cochambroso muro hasta encontrar el portón de entrada. El letrero, todo desvencijado, rezaba: “Villa Dorotea”.
Empujé el gran portón de hierro forjado, primero con el pié y luego con el hombro. Chirriando, me dejó pasar y así me encontré en medio de un auténtico vergel abandonado. La hierba que en altura alcanzaba mi cintura, parecía haberse tragado cualquier tipo de sendero. Las ramas de viejos árboles frutales, retorcidas y secas, proyectaban caprichosas sombras que habrían hecho las delicias de Tim Burton. Avanzaba acompañado del canto de los grillos. Algo me helaba la sangre. En medio de aquella hectárea de terreno, se encontraban las ruinas del caserón familiar. Madera centenaria y piedra más oscura que la muerte, sí, sé que suena ominoso y tal, pero intuía que aquello no era lo más aterrador que iba a encontrarme, no a menos que me apellidara Usher, que no es el caso.
Como si el ojo de un huracán veleidoso hubiese venido a posarse sobre mí, un claro de luna irrumpió en tan particular escenario, iluminando de forma que se me antojaba calculada, algo que hasta el momento se me había escapado. A mi derecha, como a cincuenta míseros metros de mi posición, se encontraba otra estructura, una construcción a todas luces fuera de lugar.
Se trataba de una casita de madera, muy bien conservada, como recién pintada de un límpido blanco, dañino. Parecía sacada directamente del midwest americano. Las sienes me palpitaban, la sangre se agolpaba en mi rostro y el sudor perlaba mi frente. Algo extremadamente familiar acechaba. Presa de un terror atávico y desproporcionado me llevé otro cigarrillo a los labios, pero jamás lo llegué a encender. Sin apenas ser consciente, movido como en stop motion, estaba ante la puerta de aquella casa. Esta peli yo ya me la había visto.
Con pasos cortos e intermitentes, me aproximé a una esquina de la fachada e incliné la cabeza para ajustar el ángulo de visión. Primero vi aquellos zapatos de rojo carmesí, desafiantes como la sangre, con las punteras retando al cielo. Los seguían unas medias de franjas blanquinegras que parecían querer burlarse de los ojos que en ellas se posasen. Piernas inequívocamente femeninas que por momentos menguaban o estiraban en longitud, pero nunca más allá de la madera que aprisionaba el resto del cuerpo aplastado que allí imaginé.
Pude oírme ahogando un grito. Giré sobre mis talones y corrí. Me movía como el viento. Salí de la finca dejando a mi espalda el portón abierto como la boca de un lobo. En vez de volver por dónde había llegado, me arrastré incluso sobre mis manos, descendiendo por un talud lleno de artos y ortigas. Temía que si detenía mi huida, aún tan sólo un segundo, terroríficos monos voladores cayeran sobre mí. No podía detenerme. No debía.
Y así llegué de nuevo al puerto, manteniendo una alocada carrera que me llevó al borde justo, justo al final del espigón. Me habría precipitado al agua del Cantábrico de no ser por una fresca mano aferrándose in extremis a mi muñeca. Estaba conteniendo la respiración. Reconocía aquel tacto. Un alubión de recuerdos chocó contra mí. Verano. Playa. Amigos. Juventud. Un cine de barrio. Un beso. Terrores nocturnos.
-¡Hey! Pirata, estás hecho un asco –dijo Laura con su hermosa sonrisa bajo la luz de las farolas.
Una amiga de la infancia, quizá el primer amor, de todas, un rostro conocido. No, una versión remasterizada. Sus ojos eran de otro mundo, de un futuro que se hacía presente. Aún sujetándome, me devolvió la cordura. Apunto estuve de echarme a llorar.
-¿Todavía tienes miedo de las brujas? –me preguntó.
-Sólo de las malvadas –atiné a contestar y nos quedamos en silencio, apenas un minuto. De pronto, sentí la necesidad de sentir su aliento cerca de mí. Deseé detener el tiempo, esperar así para siempre al amanecer. Estaba de vuelta en casa.
La abracé con energía y oliendo el reconfortante aroma de su piel, susurré a su oído: -Toto, realmente no hay lugar como el hogar.