Los días de Ipeda Gorki.
jueves, 26 de abril de 2012
Ad impossibilia nemo tenetur.
lunes, 2 de abril de 2012
Fée Verte
¡Bote! ¡Doblas! ¡Extra! ¡Piu! ¡Piu! ¡Clinc! ¡Clinc! Clinc clinc clin cli…
-Hoy estoy de racha –aseguró el hombre barrigudo frotándose las manos.
Sus ojos enrojecidos se clavaban con amor sobre la máquina tragaperras. Recogiendo las monedas del cajetín, va dando cortos paseos hasta la barra donde las apila para un minucioso recuento. El premio no debía superar los cincuenta euros.
Bajo un nada desdeñable muestrario de botellas, el dueño del local pasaba una y otra vez la bayeta sobre la resplandeciente barra. En su rostro se leía el deseo de que aquel ilustre cliente se marchara a bebérselos a otro sitio.
El suelo del local estaba pegajoso, pero lejos de molestarme, me hacía sentir cómodo. Quizá fuera la exteriorización de mis lodos interiores, o tal vez una metáfora que no viene al cuento.
Noto la cerveza ligeramente aguada y me dejo envolver por el humo de la miríada de cigarrillos que me quedan por fumar. Con decepción, acepto que mi paquete está vacío.
-Ponme lo de siempre, querido –oigo decir a mi espalda y oigo como un taburete se arrastra. Su voz suena como la de un viejo cantante de rock & roll. El taburete, se arrastra como el martillo percutor de una Glock semiautomática.
A mi lado se aposta el personaje más curioso de la noche. Creo que se ha dejado la dentadura postiza en casa. El camarero le sirve en un fino y delicado vasito y deja a mano la botella de
-Una noche preciosa para beber solo, ¿verdad? –comenta mientras se enciende un Malboro. Yo me dispongo a contestar con el primer tópico que se me pasa por la cabeza, pero ella es más rápida y prosigue: -Pero nunca es aconsejable beber solo, Judas –y me bautiza como Judas durante esa noche–. No es bueno, el Señor lo sabe. Corremos el peligro de perder el camino de vuelta casa.
Intento abrir la boca para corregirla y decirle que no me llamo Judas, pero se me vuelve a adelantar y se presenta como: -Llámame Sor Carmelita, nada más –y siento que la hermana Carmelita ya era vieja cuando Matusalén alcanzó la pubertad.
Presiento que bajo el parche negro que cubre su ojo izquierdo sólo hay una cuenca fea, oscura y vacía.
-¿Puedo? –pregunto sacando un cigarrillo de su cajetilla-: ¿A Dios no le molesta que fume, hermana?
-Yo no le molesto a Él, y Él me deja en paz a mí –me responde desde detrás de una sonrisa que me perturba.
Uso su encendedor Zippo, lacado en un austero color marrón, metálico, pesado y a juego con el avellanado iris de su único ojo; y a juego con su santo escapulario.
La madrugada se disuelve entre el humo azulado para hacernos cómplices, en aquel lugar y en aquel momento.
-Pareces joven y distraído –murmura la hermana Carmelita mientras engulle el licor azul de un solo sorbo y sin inmutarse.
Yo asiento con la cabeza, pero mantengo la boca abierta lo justo para dar otro trago a la cerveza.
-No atino a ver si eres un llorica autocompasivo o alguien a quien le ha tocado tragar mucha mierda –me espeta mientras se rellena el vaso dejando mediada la botella.
-Quizá sólo sea alguien que se esconde y quiere beber tranquilo hasta que amanezca –le sugiero diplomáticamente.
-Déjame adivinar, ¿huyes de una mujer, o de su ausencia? –me pregunta enseñándome sus callosas encías con picardía.
-¿La experiencia es un grado? –aventuro apurando la última espuma.
-Una no nace con el hábito, muchacho, y aun con él, una se ha visto mucho mundo –me replica sin dejar de sonreír ni un solo instante.
Levanto la mano para llamar la atención del camarero con la intención de que me sirva una jarra más. Ella se me adelanta.
-Manuel, haz el favor, ponle al joven un tiento de la verde, que va de mi cuenta –pide la hermana Carmelita.
El tal Manuel, con la bayeta sobre el hombro y una ceja apuntando al techo con sorpresa, asiente y captura una botella, verde y resplandeciente –hiperestilizada– de una de las baldas que acechan a su espalda. Sin prisa, pero sin pausa, enjuaga un vaso, los seca, se desliza y coloca el brebaje ante mí.
Yo robo otro cigarrillo y me percato de que la hermana Carmelita ha saltado de su taburete. Me rodea por detrás con paso decidido y enfila barra adelante.
El hombre barrigudo se peina el bigote al ver como se le aproxima la religiosa mientras con la otra mano sostiene su cuarta copa de brandy Soberano.
No creo que se pudiera mantener firme aunque le atornillasen los pies al suelo.
Cuando la hermana Carmelita llega a su altura, derriba las torres de monedas apiladas de un manotazo y se planta ante el hombre con brusquedad, antes siquiera de que tenga tiempo para protestar. Desde mi ángulo sólo tengo una visión parcial de la escena. La hermana Carmelita se pone casi de puntillas para susurrarle algo con las mandíbulas tensas bajo la capa de arrugas que cubre sus mejillas. El hombre, tieso como un palo, palidece súbitamente. No llego a verlo con claridad, pero me da la sensación de que lo tiene agarrado por los cojones. Literalmente.
El hombre asiente varias veces con su cabeza floja y bobalicona. Deja a un lado su copa de brandy y recoge la mayor parte de su botín, llenándose los bolsillos a puñados. Acto seguido, sale del local como alma que lleva el diablo.
Se ha meado en los pantalones. Eso es un hecho.
Sin mirarme a la cara al pasar, sin despedirse del camarero, sin replicar a la hermana Carmelita, desaparece con viento fresco.
Mi nueva amiga recompone la sonrisa y entra en el baño. Entre tanto, Manuel apaga las luces del local dejando sólo prendidas las de detrás de la barra. Con paso cansado va hacia la puerta. Mira al exterior con imperturbable indiferencia y corre el pestillo. De vuelta en su trinchera, enciende el equipo de música y se pone a liar marihuana. Reconozco las primeras notas del piano; me sorprendo subvocalizando las primeras líneas de la canción: –It was Christmas eve babe in the drunk tank…1-; y me digo que aún faltan casi dos meses para Navidad.
Cuando veo asomar el escapulario desde los aseos, no puedo reprimir alzar la voz:
-¡Hermana Carmelita, eres sin duda la monja más extraña que he conocido en mi vida! –dicho lo cual, me envalentono y vacío mi vaso de veneno de un solo empujón.
Primero me pongo rojo y después blanco marfil. Es asco se adueña de todo mi cuerpo y me hace toser.
La hermana Carmelita me vuelve a rodear de camino a su taburete y me palmea la espalda con tacto de abuela.
-Amigo Judas, yo seré extraña, pero tú eres el macho de tu edad más flojo que he conocido –consigue decir entre carcajadas.
-¡Esto sabe a lejía destilada! –logro exclamar.
Tardo un par de minutos en recomponerme. Miro la hora en la pantalla de mi teléfono móvil. Son las cuatro de la madrugada, minuto arriba, minuto abajo.
-Dentro de siete horas, la mujer de la que he estado enamorado toda mi vida, se casa, con otro, obviamente –declaro.
-Ahhhh, ósea, que la tuya es una historia de dolor y perdida –asevera la hermana Carmelita.
-Es que se trata de la única chica del que he estado enamorado realmente –digo intentando ser sincero.
-¡Qué conmovedor! El oscuro y profundo fondo del alma humana. Déjame adivinar, ¿jamás se lo confesaste, no es así? –y empiezo a sentir calor en las sienes. Acaso soy un libro abierto para ella…
Asiento con la cabeza y dejo arrastrarse al tiempo.
-¿Qué le dijiste a ese hombre? –pregunto, como despejándome de un pesado sopor.
-Le dije: “Eh tú, gordo putero, no crees que va siendo hora de que vuelvas a casa con tu mujer y tus hijos… a menos que quieras acabar con tu culo en el infierno, te aseguro que tengo contactos”, y funcionó.
-¿Y de verdad tienes contactos? –pregunto yo ingenuamente.
-¡Qué va! No se lo cuentes a nadie –me dice confidencialmente–, pero Dios está de vacaciones.
Yo sospecho que sus palabras fueron otras, pero me lo callo.
Tras cuatro tragos más de ácido verde casi podría decir que me sentía eufórico.
-Manuel, ábrenos la puerta, que nos vamos –exclama la hermana Carmelita para mi sorpresa. Ya no nos queda tabaco a ninguno de los dos.
Cuando salimos a la calle el frío golpea con rudeza en mis pómulos y siento la necesidad de dar media vuelta y refugiarme con urgencia. Sin embargo, me quedo allí plantado en medio de la calle, con la hermana Carmelita a un lado.
Dejo de contenerme y pregunto a bocajarro: -¿Cómo perdió el ojo, hermana?
Su entrecejo se frunce afirmando que el tema es algo que está lejos de ser de mi incumbencia. Pero finalmente se relaja, se humedece los labios y me cuenta: -Cuando los portugueses dejaron Angola en
La miro como si buscase en su único ojo todas las respuestas a las preguntas de este mundo.
-Contéstame tú ahora, Judas. ¿Por qué crees que la gente, hoy sólo va a las iglesias para bodas o funerales?
-No lo sé, nunca había pensado en ello… Mmmm, también están las comuniones y los bauti…
La hermana Carmelita me encañona con una Walther CP-99 Compact. 15 disparos. 4’5 milímetros. Poco más de medio kilo de peso.
-¿Tú cuales prefieres?
No siento llegar el mareo que me golpea como un rayo de oscuridad. Mi lucidez es total al punto y de pronto, alguien baja los plomos de la realidad. Llamémoslo, apagonzazo. Llámalo ausencia de gravedad.
ZELO ZELATUS SUM PRO DOMINO DEO EXERCITUUM
Me desperté entumecido sobre la hierba sin guardar recuerdo alguno de mi affair con la santísima trinidad2.
* * *
1.“Fairytale of New York” - The Pogues.
2. Illicium verum, Foeniculum vulgare y Artemisia absinthium, principales componentes de la absenta.
sábado, 17 de marzo de 2012
Sugestión unilateral para la autodestrucción.
El enorme mastín blanco de los pirineos trota por el jardín. No sé su nombre. Tras él, dos cachorros humanos, niño y niña de unos 8 y 10 años respectivamente, corretean alegremente con sus dorados cabellos agitados por la brisa. Creo que son mi prole, pero no sé sus nombres. Entre begonias, lavanda y rosales, observo la escena. Un brazo femenino enrosca al mío. Reconozco su rostro. Me reconozco reflejado en sus ojos. El tiempo no me trata mal… y tomo conciencia de que todo es apenas una posibilidad, una ensoñación.
Creo que estornudé y así, volví a la realidad.
Tragué un poco más de cerveza y constaté que nuestra conversación tornaba por extraños derroteros. No sé muy bien cómo, habíamos llegado hasta el guatemalteco Augusto Monterroso y su maldito dinosaurio.
–…y un cojón! –expresó Ramón, un tanto exaltado–. Siete palabras, ¿eh?. Pues yo tengo uno mejor, atiende: El conde gritó y rompieronle el culo.
El último cacahuete del cuenco estalló entre mis dedos. Si nos detenemos un segundo en la propuesta de Ramón, nos damos cuenta de la acción contenida en sus palabras, de todo lo que esconden, de la presencia de sórdido sexo, misterio, acción y de toda una trama de asuntos pendientes.
¡Qué le jodan al dinosaurio!, pensé. Ramón habría sido un gran literato de no ser, entre otras muchas cosas, porque su misantropía, en ocasiones exacerbada hasta el paroxismo, provocaría que la bilis le hirviese en el estómago, destruyendo todo su organismo a su paso, tan sólo con pensar en dejar un legado escrito para sus contemporáneos.
Ramón toma los vasos vacíos de encima de la mesa y se larga a la barra a por más bebida. Esta noche el bar está tranquilo. Repantigándome en la silla echo una ojeada a mí alrededor. En mi cabeza las ideas danzan como revoltosas odaliscas.
Observo a un tipo de unos veintipocos años, que con disimulo se dirige al baño. Sus dos colegas, que han ido entrando también, aún están dentro. Pienso en Schrödinger y en su gato.
Veamos. Si nadie abre la puerta de ese baño, esos jóvenes sólo serán –si logran mantener sus mandíbulas a raya– unos chavales con ganas de mear y mucha verborrea. Por el contrario, si abrimos esa puerta de sopetón, tendremos a tres cocainómanos poniéndose hasta el culo sobre una billetera. Curiosa la quántica, pues mientras nadie toque esa puerta, el gato estará vivo y estará muerto, es decir, lo uno y lo otro cohabitando en el mismo espacio-tiempo.
Paradojas aparte, mis dedos tamborilean sobre el cenicero. Reconozco la melodía que está sonando y repito entre dientes: People are strange when you´re a stranger. Yo, mismamente, podría haber sido una estrella del rock´n´roll si no fuera porque canto como el culo.
De pronto, el gato, los tipos del baño y la puerta, pasan a importarme un corno a la vela. Al otro lado del local, en una mesa arrinconada, una pareja de tórtolos charlan acaramelados. Algo en dicha escena me incomoda. La música parece subir de volumen. Sin percatarme, me he puesto tenso.
Ramón pone una pinta de cerveza ante mis narices justo en el instante, en que como poseído, me levanto tirando hacia atrás la silla. Algo que había olvidado, sale de repente a flote, arañándome la consciencia.
–¿Qué hora es? –pregunto.
–Aún no son las diez y media… creo –me responde Ramón mirándose la muñeca desnuda.
–Mierda, mierda, mierda y más mierda –me repito mientras me catapulto hacia el teléfono que hay al final de la barra.
Rebusco las monedas por todos mis bolsillos y voy introduciéndolas nerviosamente por la ranura.
–Eusebio, puedes bajar la música –le medio chillo al camarero, que se lleva una mano a la oreja, fingiendo con sorna, que no me ha oído.
–¡Cagon la puta, cabrón, que bajes el volumen! –le espeto, ya totalmente fuera de mis casillas, y con ganas de hacerme un maldito monedero con su escroto. Reconozco que no fue muy educado de mi parte, pero funcionó, giró la rosca y pude oír los tonos. Piiii, dos. Piiii, tres. Piiii cuatro.
Al otro lado, con ruido analógico de fondo me contesta una voz femenina…
–¿Diga?
–… –por un momento me quedo mudo, y los segundos apuñalan el espacio que separa mi sien del maldito reloj de Heineken™ que pende de la pared.
–Oiga, voy a colgar –dice la voz con patente impaciencia.
–Espere, ejem, lo siento, ¿está…? –y soy incapaz de pronunciar su nombre.
–Olga ya ha salido para el aeropuerto, su vuelo a Buenos Aires sale en un rato. ¿Quiere dejarle algún mensaje?
Piiiiiiiiiiiii. Y cuelgo a la que una vez pudo haber sido mi suegra. De un plumazo se habían esfumado el jardín, los niños, el perro… o al menos ese jardín, esos niños, ese perro.
Arrastrando los pies, abro la puerta del bar que parece pesar mil toneladas y salgo a la calle. Más que nunca ahora, necesito aire.
¿Cuándo me convertí en acróbata? Pues en el preciso instante en que después de una concatenación de cagadas, doy una triple pirueta mortal en eso de joderla a base de bien.
En el suelo, veo una arrugada cajetilla de Lucky Strike® y le propino un ligero puntapié. Para mi sorpresa descubro que no está vacía. Con lentitud la recojo y hurgo en su interior. Dos cigarros bien torcidos y un encendedor rotulado con propaganda. A la mierda se van seis meses sin fumar.
Me siento en el bordillo de la acera, en el hueco entre dos coche que me hace las veces de cómoda madriguera, y enciendo un cigarro. La primera calada me hace sentir raro –es como eyacular hacia adentro–, pero la segunda es gloria bendita del cielo.
Me pregunto cómo se puede uno de olvidar decir “te quiero“. ¿Cómo te olvidas de decir “quédate a mi lado”?.
Me digo a mi mismo, que al menos por esta noche, aún puedo beber hasta perder el sentido.
Me digo que tal vez, por ahora no vaya a tener un perro, pero que quizá pueda comprarme un gato.
* * *
martes, 6 de marzo de 2012
Caramelización progresiva.
Bajo un cielo regular y cetrino contemplaba la carcasa del museo Guggenheim. Sin querer ser agorero, creo entrever herrumbrosas machas ocres sobre el metal. La figura asimétrica se acerca a mi barandilla y me saluda con un golpe de mentón, y yo me siento tan cansado que le respondo con un flácido gesto de mi mano de dedos rechonchos.
-Te queda poco, Jaime –me asalta con una voz que huele a vino peleón y Coca-Cola.
-Una media hora para que salga el bus –le respondo sin discernir que sus palabras formulaban una afirmación y no una pregunta.
-Tu vida se oxida. Aprovéchala o te arrepentirás –me suelta con bríos de perorata mañanera.
-Perdona amigo –le digo mientras me doy la vuelta para alejarme–, se me hace tarde.
Y atrás dejo a mi Caronte particular de domingo por la mañana o Shinigami ataviado con negra sudadera a.d.i.d.a.s, si se prefiere.
Ya de vuelta en casa, esa misma noche, me regalé una ducha de quince minutos. El agua muy caliente, por lo general, tiende a ablandarme las chichas y no suele agradarme el tacto de la toalla que irremediablemente me resulta áspero, tosco y dañino. Sin lugar a dudas, aquello se salía de madre, pues el paño se me adhería de forma molesta e inusual. Lejos de indagar, me pareció algo rutinario visto a través de un manto de cansancio. Con un esfuerzo homérico, logré secarme y enroscarme en la cama.
A la mañana siguiente las sabanas amanecieron pringadas de un limo dorado y yo con ellas. Lamiéndome las manos pensé: ¡
Más tarde, en la cocina, mientras hacía naufragar mi dedo índice en la taza de café, me vi acosado por una pareja de molestas moscas empecinadas en copular sobre mi cuero cabelludo. ¡Inevitables golosas!, que diría Machado, Antonio. No podía yo imaginar que el par de dípteros me sobrevivirían.
Al salir a la calle, no pude evitar maldecir al sol por reírse de mí desde lo alto. Mi nueva azucarada condición que me alegraba al día entraba en problemático contraste con la temperatura exterior. Si 27º en octubre al lado del Cantábrico no es culpa de calentamiento global, yo en mi próxima reencarnación soy el Dalái Lama.
Pronto me sobró la chaqueta y hasta los malditos pantalones.
Doblé tres y hasta cuatro esquinas para llegar a las oficinas del INEM. Ergo, desempleado soy.
Mis extremidades que poco a poco iban adquiriendo una consistencia chiclosa me complicaron la tarea de empujar la puerta, de subir las escaleras, de sacar número.
Un guardia de seguridad me salió al paso.
-Hombre, por favor, ¿dónde ha dejado los pantalones?, como viene aquí en calzoncillos y camiseta interior.
Y yo por no discutir me arranqué el meñique y se lo tendí, y tan guapamente que se fue chupa que te chupa pasillo adelante.
Ya en la cola, esperando para ser procesado mecánicamente por el avinagrado funcionario de turno, me despojé de la camiseta de tirantes y hasta de los calzones.
La cola avanzaba lentamente.
Justo delante de mí tenía a una morena de culo respingón que giró su cabeza de maniquí con curiosidad para mirarme de arriba a bajo entre los murmullos de toda la oficina. No, no tenía una erección, no. Tenía yo una culebra de flácida gelatina entre las piernas. Su escrutinio no duró mucho y cuando desvié mi mirada del techo, me golpeó una revelación de esas que sólo le llegan a uno cuando el fin está a menos de dos telediarios sin deportes.
Siempre he sido una persona humilde. Con escasas creencias, pero estás rígidas y constantes, como por ejemplo, la certeza de que nuestros ojos se encuentran en la cara por una razón. A saber que esta es la voluntad de ver como nuestros horizontes se acercan a medida que avanzamos hacia ellos. Relamiéndome los labios para degustarme por última vez, concreté que si mis ojos sobresalían en mi rostro, no eran por otro motivo, que el de permitirme ver las espaldas de los pobres infelices que como yo malgastaban sus miserables vidas haciendo colas durante gran parte sus miserables vidas.
Cuando el letrerito rojo se iluminó con mi número quedaba ante la mesa del funcionario una charquito de azúcar, agua y glucosa, con una tarjeta de fechas y el nombre de Jaime Pascual, tipografiados en anodinas letras grises.
-¡Siguiente! –exclamó despreocupado el funcionario.
-Te queda poco, Agustín.
-Nada, diez minutos y salgo a fumar un cigarrito.
* * *